No moriré, sino que viviré y contaré las obras del Señor. — SALMO 118:17
Hace varios años, una mujer vino a una de mis cruzadas. Cuando vio lo que la Biblia dice acerca de la sanidad, comenzó a gritar. No oré por ella. Ella simplemente se levantó de un salto y comenzó a gritar. Yo di un paso atrás y la dejé gritar y gritar. Noté que otros parecían estar muy bendecidos por ello. El pastor me dijo: “Hermano Hagin, esa mujer y su esposo son algunas de las personas más ricas de esta zona. ¡Tienen miles de millones! Ahora bien, no son pentecostales; pertenecen a la Primera Iglesia Presbiteriana”.
Después de un rato, la mujer corrió hacia el frente y todos alabamos a Dios con ella. Cuando despedí el servicio, ella vino y me dio las gracias. Le dije: “No tiene sentido que me agradezcas. Dale gracias al Señor”.
—Sí —dijo—, pero me has dicho la verdad. Mi hijo está en el hospital de la UCLA. Tiene sólo veintiún años. Cumplirá veintidós en unos días. Los médicos dicen que no llegará a cumplir veintidós años. Tiene una enfermedad sanguínea incurable. Han cambiado toda la sangre de su sistema varias veces. Está bajo una carpa de oxígeno y conectado a máquinas para mantenerlo con vida.
“Pero, bendito sea Dios”, dijo, “Dios está de mi lado. Él está conmigo. Y voy a ir a ese hospital ahora mismo. Quiero que sepan que mi hijo vivirá y no morirá”.
Le dije: “Es cierto. No morirá”. Y ella se dirigió directamente al hospital.
Confesión: Dios está de mi lado. Él está conmigo. Viviré y no moriré. Contaré las obras del Señor.
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